6 de junio de 2008

A propósito del cánido de Paulov (o Pávlov)

HACE QUINCE años, en una tertulia televisiva que se pretendía inteligente, se organizó un debate conformado por periodistas, sociólogos y un solitario poeta. El tema en cuestión era cuál debía ser el tono correcto de la vestimenta femenina en un entorno laboral.

Alguien, muy exaltado, sostenía que era inaceptable que ciertos varones salivaran frente a una minifalda, cual cánidos en el célebre experimento de Pávlov. El poeta, que fuera presentado como el autor de los más intensos poemas de amor dedicados a la mujer en la literatura peruana, hasta ese momento se había mantenido callado, discretamente aburrido. Pero ante tremendo alboroto pidió la palabra, y protestó indignado por aquella injusta comparación. Era intolerable que al mejor amigo del hombre se le redujera a una imagen tan vil, dijo y, acto seguido, sin que nadie pudiera esperarse lo más mínimo tal giro... inició una erudita conferencia sobre la presencia de los perros en la historia universal.

Francisco Bendezú (1928-2004), autor de tres libros y uno de los miembros más destacados de la llamada generación poética peruana de los años cincuenta, era un personaje excéntrico y a la vez entrañable. Poco antes había tenido una polémica acalorada con un joven intelectual que, coincidiendo en una visita a Princeton, había puesto en entredicho la honorabilidad de una veinteañera Brooke Shields. El asunto, si bien pintoresco, tenía una relevancia inusitada para un poeta que había escrito un extenso y potente texto, Folganza y requisitoria, a partir de definiciones amorosas firmadas por Brigitte Bardot y Ursula Andress.

Si la excentricidad no suele ser indicio de un arte trascendente, en este caso los indicios, como para el perro de Pávlov, eran equívocos: Bendezú es, probablemente, uno de los poetas más singulares y altos de la lengua española de la segunda mitad del siglo XX. Y esa cercanía con ciertos arquetipos de la belleza femenina era parte fundamental de una poética, sólida, coherente y, cómo no, personalísima.

Desde Los años (1961) hasta El piano del deseo (1983), Francisco Bendezú crea una poesía que es, toda ella, un vértigo que va ahondando en la materialidad verbal como un correlato de la exaltación amorosa. En la línea de las Iluminaciones de Rimbaud, la emoción y las percepciones fragmentadas retratan oblicuamente las sensaciones y la exaltación del enamorado:

"la leonada elipse de sus piernas,
sus vívidas cabelleras (¡oh insolaciones del alma!) me sumirán,
antes que en la concupiscencia o en la melancolía,
en lustrales paroxismos visionarios".


En Cantos (1971), su segundo libro, el poema se revela como parte de un rito, como un conjuro o una invocación mágica ofrecidos al ideal de la belleza femenina. La mujer, en los poemas de Bendezú, transmuta hasta convertirse en la sacerdotisa o mistagoga que abre las puertas de todos los misterios:


"Yo exalto tu perfil de amianto, y descifro tus emblemas,
y apaciento tu errante dirigible de silencio.
Yo canto tu abrazo nupcial con la inminencia".


Y es así que, más allá de la corporeidad de un ser efímero, la mujer y su grácil energía son los vehículos que comunican al poeta con lo insondable. No es baladí, entonces, que toda una sección del libro se escriba como una proyección de la pintura metafísica de Giorgio de Chirico. Es la embriaguez que produce la contemplación de la amada lo que permitirá al poeta divinizarla, permitiéndole también usurpar el habla de los dioses.

Pero la belleza, a pesar del trance y los lujos retóricos de su evocación, se celebra siempre en Bendezú desde una perspectiva humana. La belleza es, fundamentalmente, imposibilidad, frustración, rebeldía frente a la muerte. Por esto el poeta -que realiza una inteligente relectura del amor cortés y del eros surrealista- acepta la esencialidad femenina como múltiple y cambiante: la amada se convierte en una imagen de naturaleza platónica, imaginaria, a la que no se cuestiona y se acepta por completo, ya que en ella radica la eternidad humana. La sensualidad y la trascendencia del amor terminan por ser idénticas a la sensualidad y la trascendencia de la palabra, y esta elevación -técnica, artística- alcanza un estadio que finalmente se sobrepone a lo contingente, a lo cotidiano:


"Me agobia la sombra de tu espejo,
el peso sedeño de tus prendas, tu intrépido fornicio
y te imagino desnuda (ojeras malva)
en blancos y algentes ascensores de edificios...".


Profundo conocedor de la versificación española, los poemas de Francisco Bendezú tejen virtuosamente arcaísmos y visiones oníricas, contrapuntos de jazz y fulgores verbales, tanto barrocos como modernistas. Un despliegue único en función de un tema limitado, pero en cuyas posibilidades está asediar lo infinito. Lo infinito desde lo concreto, en la lección de Walt Whitman, y de allí la responsabilidad del poeta frente a las palabras, incluso cuando éstas evocan a un humilde perro:

"Parece que construimos sólidas riquezas, fuerza, belleza,
pero, realmente... Construimos imágenes".

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que a dia de hoy me siento una mezcolanza entre Apollinaire y Whitman, habiendo cantado al licor y a la vida. De la velada del viernes sólo guardo retazos, aunque queda la enigmática cuestion: ¿quien demonios me reponía al Sr. Bombay cada 2 minutos? Supongo que la masa se movia como una unidad en su honor.

J.Abenza dijo...

El Sr. Bombay Sapphir es traicionero, mon ami, ya te lo dije.

A mí me respeta porque ya son muchos los años qeu convivimos en etílicas noches de sábado y amargos despertares calurosos.

No dejes de escribir, Dr. Simón.
Buen verano.

PD: Mi móvil dice adiós.. estoy sin teléfono hasta que me compre el iPhone (mediados de julio) o hasta qeu me de la neura y me decida a hacer la portabilidad, en busca de un móvil decente.